Con un dólar puedo hacer que una mujer se desnude frente a mí, me muestre sus genitales, me restriegue las nalgas en el pecho, me dé de mamar de sus pechos y hasta me sonría en el intento de excitarme. Esto es lo que cuesta la fantasía de ser deseado en un club nudista. Pero, al fin y al cabo, solo es una fantasía que dura no más 15 segundos y tres canciones llenas de acrobacias.
Publicado primero en Contrapunto.com.sv, en 2011.
Es viernes. Federico, mi amigo, está deprimido. Ha peleado con su esposa por problemas económicos y esta noche no siente ganas de llegar a su casa. Quiere destruirse, dice. Tras un buen rato hablando, me convence para que lo acompañe a recorrer bares, pero, a último minuto, decide que no está de humor para beber. En lugar de ello me propone ir a uno de estos clubes nudistas que abren sus puertas cuando cae el sol. ¡Vamos a comprar cariño!, me ordena…
Desde hace un par de décadas, los clubes de entretenimiento para adultos se han expandido en la capital haciendo la oferta tan variada como la demanda. Existen sitios de masajes, de baile, de compañía, de sexo. Solo en la guía amarilla aparecen listados cerca de cuarenta de estos lugares. Así que lo único que hace falta es apuntar el dedo hacia alguno de los puntos cardinales y recorrer la ciudad.
Son las nueve de la noche y vamos conduciendo sobre el Paseo General Escalón. En la radio, un hombre canta la historia de una mujer y su amante que le dobla la edad. “Cuarenta y veinte… Cuarenta y veinte… Toma mi mano y camina conmigo, mirando de frente…”.
Hace calor. El noticiero anunció para esta noche un clima de 35 grados con posibilidad de lluvia. Federico va fumando, pensativo. Tras 10 minutos de recorrido, llegamos a uno de los más afamados establecimientos de stripers: Lips. Este sitio está ubicado cerca del Redondel Masferrer, también conocido como la plaza de la Bandera. El punto tiene un gran dibujo en forma de labios pintados de rojo, que reciben al visitante como si le tirara un beso para seducirlo. El parqueo del lugar está lleno. Hay varias camionetas de lujo estacionadas en primera fila. Son los que llegaron aún con la luz del día. Un pensamiento pasa por mi cabeza cuando las veo: parecen autos de narcos. Debe ser solo una coincidencia de mal gusto.
Atrás de la fila de camionetas hay varios autos -un poco menos llamativos- regados sobre la acera que separa la calle del establecimiento. También hay taxistas y una docena de motos, algunas pocas de ellas aseguradas con cadenas en la llanta trasera. A esto hay que sumar una veintena de gentes que venden, entre otras cosas, chicles y cigarros, rosas, panes con pollo. También están los niños que venden flores y los pedigüeños. Todos ellos sin contar con el resto de gente que está en los establecimientos aledaños. Este es un microcosmos con vida propia. Como digo, no hay parqueo.
Federico baja la velocidad y busca un espacio donde estacionarnos. De pronto, al paso nos sale un tipo gordo y alto, de piel trigueña, con pecas en la carra, manos grandes y toscas -como de jornalero- y cabello corto castaño que me recuerda a las cerdas de un cepillo de dientes de más de tres años de uso. El tipo nos hace señas para que lo sigamos y nos señala un espacio cerca del andén, allá por donde se integran los carros a los carriles aledaños al redondel. Federico se estaciona. Guarda algunos papeles y facturas en la guantera como si eso va a reducir la tentación de robarse su Hyundai Tiburón.
Por fin Federico cierra el auto y el individuo que nos salió al paso para regalarnos un lugar para estacionar el auto, ahora extiende su mano derecha hacia nosotros mientras mira de reojo por si llega algún otro desorientado. Son dos dólares, nos dice con ronca voz. Ni siquiera tengo tiempo de asimilar esta modalidad de asalto disfrazada de servilismo, cuando Federico ya se ha sacado los dos dólares de la cartera y se los ha dado, sin refunfuñar, al gordo.
A él, parece no incomodarle este primer precio. En la entrada del local un cajero nos quita $7.50 a cada uno y nuestros celulares. El guardia de seguridad revisa nuestros cuerpos como si estuviéramos a punto de entrar a un centro penal y al no encontrar nada, nos deja entrar.
No voy a mentir. Entrar a estos parajes siempre dibuja una mueca de felicidad en los rostros de quienes los visitan. Tras la puerta, se abre un mundo lleno de cuerpos desnudos, de lencería provocativa, de depredadores, de colores chillantes, de olores a madera y encierro, y de tufos a cigarros y Chanel.
Hay varias pistas de baile. En esta ocasión hay entre veinte y veinticinco mesas sobre las que tres mujeres -vestidas con provocadores escotes y microfaldas- se alternan para bajar donde los que están sentados las acaricien a cambio de un par de billetes. También hay una ducha, donde hay hombres acariciando a las mujeres que ahí se bañan. Sin importar el lugar donde estén, clientes y nudistas están separados por una barra como de cantinas y desde ahí, los hombres y algunas mujeres tienen acceso a sus bailarinas favoritas.
¡Yasuri, pista tres! ¡Yasuri, pista tres!
La dinámica para presenciar el acto es sencilla. Se puede rondar por los distintos niveles del local viendo los shows o se escoge una silla frente a alguna de las mesas. Hay grupos de mujeres vestidas como servidumbre y con un par de orejas de felpa sobre la cabeza. Esas no bailan, solo se encargan de llevar y traer jarras de cervezas.
Cada mesa tiene un soporte de acero cromado pegado al techo, de ahí se cuelgan las acróbatas nudistas. Un locutor anuncia por los altavoces los nombres de las mesas y de las mujeres que subirán a tales o cuáles pistas. Ninguna usa su nombre real, todos son de guerra: Deysi, Pamela, Ryhana, Sheila, Perla… Se tocan tres canciones, mientras las mujeres bailan. La última de ellas es una tonada romántica, el clímax del baile, por así decirlo. A estas alturas del show, las mujeres ya están sin un solo pelo de vergüenza encima.
Todas las bailarinas pasan por todas las mesas. Aunque hay tiempos muertos que algunas de las bailarinas ocupan para hacer vida social con sus “amiguitos”, aquellos tipos que son clientes frecuentes y que les compran ropa, joyas o las sacan a pasear cuando no están trabajando.
Federico y yo nos hemos sentado en una de las mesas cercanas a la ducha. Aparecen tres mujeres vestidas de colegialas -lo típico: coletas, camisas blancas de botones y faldas rojas de cuadros negros-. Son dos morenas y una trigueña. La rutina es más o menos la misma en todas las mesas: desfilar sobre las tablas, colgarse del tubo, mover su cuerpo de forma provocativa e irse quitando las ropas y dejar solo una liga blanca sujeta de alguno de sus muslos.
La mayoría de mis compañeros parecen oficinistas, hay varios jóvenes universitarios y un par de malacates. También hay dos mujeres, están acompañadas de sus maridos -la única manera permitida de acceso a este lugar a las féminas-. Ellas como sus maridos (dos tipos corpulentos, cuyos rostros están a medio cubrir por las sombras y el humo de los puros que fuman) ven con ojos atentos los movimientos que las bailarinas ejecutan en el tubo de hierro que está al centro de la mesa. Una nueva pareja aparece al fondo de la mesa, y no pasan muchos minutos para que el resto de nosotros nos demos cuenta de que se frotan la entrepierna debajo de la mesa.
La segunda canción -otra de reggaetón- comienza a sonar en los altoparlantes y las nudistas se acercan a los clientes. Para entonces, el ruido es ensordecedor, el humo de los cigarros se empieza a pegar en la ropa y el aire apesta a sudor. La trigueña y una de las morenas fueron al fondo y a uno de los costados de la mesa. La otra morena viene hacia mí. Es delgada, de cintura un poco ancha, con abdomen plano y senos caídos; parece asiática. Ella se sienta en mis piernas, de espaldas y empieza a frotar sus nalgas contra mis genitales. Tras unos segundos de roces de sus carnes contra las mías, la mano de un desconocido se aferra a uno de sus senos deprimidos y le masajea los pezones. De pronto, la nudista deja de bailar y se voltea hacia mí. Sube la pierna izquierda a la altura de mi pecho y pone la punta de su zapato de aguja cerca de mi ingle. Luego, con sus uñas rojas y largas pellizca la liga que tenía en la pierna y con la mirada me señala el lugar donde debía pagarle por bailar sobre mi cuerpo, como si yo fuera el único hombre en su vida, al menos de eso se trata la fantasía…
Cada baile de estas ninfas tiene un precio tácito que va desde 1 dólar hasta lo que la voluntad dicte. Todos los presentes, incluidas las mujeres, cambian sus billetes grandes para los de un dólar a la mano. Esto es lo que la mayoría de observadores deposita en las ligas de novia que las bailarinas calzan en esos muslos. Entre más se deposita, más dura el baile. De lo contrario, la bailarina no se acerca al cliente en toda la noche y se busca a quien pueda pagar la fantasía. Si se da el caso de que alguien no paga y toca, la presión social de la pequeña comunidad -ayudada por un guardia de seguridad- se encargará de expulsar al vividor.
Una cosa que siempre me llamó la atención de estos lugares era la forma en cómo se anunciaban. Había uno muy famoso que decía algo así: Tenemos setenta bonitas y tres. Supongo que esto tiene que ver con aquello de que cada cual tiene sus gustos. Y un breve recorrido con la vista a las mesas de al lado me dan un panorama más amplio de la diversidad de mujeres que hay en este sitio: gordas, morenas, chaparras, altas, de senos grandes y pequeños, caderonas, con pancita, incluso hay varias que al desnudarse dejan a la vista cicatrices en el vientre que hablan de cesáreas.
Al final de la tercera canción, la morena que me bailó tenía entre sus piernas no menos de 30 dólares en su liga. Eso, multiplicado por 25 mesas y varios toqueteos, que algunos considerarían indecentes, explicaría por qué los table-dances tienen tantas aspirantes dispuestas a todo. Y cuando digo a todo, hablo de una escena en particular: el baile de la Labios de Murciélago. O al menos así la llamó Federico cuando me dijo que prestara atención a la bailarina que presentaba su espectáculo en ese momento.
Se trataba de una mujer de poco más de 40 años, de cuerpo y cara regular. Resulta que cuando esta mujer se desnuda, estira y agita los labios de su vagina ante el regocijo de todos y avanza hacia aquellos clientes que están tomando cerveza en botellas. La mujer les quita la botella y se introduce el cuello de vidrio en la vulva para luego elevarla y depositar algo de líquido en su interior. Luego, ahí mismo se adelanta con sus piernas hasta aprisionar con sus piernas a su víctima -usualmente el que antes bebía de la botella-. Y ahí está aquel pobre infeliz que no se esperaba tal sorpresa, tragando esos líquidos directamente de la vagina de esta vieja nudista. Al fondo, el resto de la comunidad gritándole ¡Culero! ¡Culero! ¡Culero! al ingenuo cuando este se niega a beber… Curiosamente, este acto es el que de más popularidad goza entre los presentes, es casi como un mito. Y, desde luego, la pregunta de rigor es: ¿dónde habrá estado esa vagina? Los dueños de estos establecimientos aseguran que hacen pruebas periódica de enfermedades venéreas a sus chicas…
El precio de un sueño húmedo
Lo cierto es que nada es gratis aquí. La cerveza cuesta cerca de dos dólares y los privados, entre doce y sesenta dólares. La diferencia de precios, al parecer, depende de muchos factores; yo intuí tres. Uno, que a la bailarina le caiga en gracia el que les mete mano mientras están la pista de baile. Dos, que no le caiga en gracia el tipo en cuestión, pero que la bailarina esté necesitada de dinero. O Tres, que la susodicha se aproveche de algún borracho al que no solo le saca dinero, cervezas sino hasta ropa de la que venden en la boutique ubicada en el Lips.
Los privados, al fin y al cabo, no lo son tanto. Las bailarinas se llevan a sus presas a los lugares más oscuros del lugar y ahí dejan que los clientes les metan mano por donde quieran, a la vista, desde luego, de todo mundo. Algunas hasta dejan que los clientes introduzcan dedos en sus orificios.
En los cuartos VIP entran solo personas que destacan gracias a su larga trayectoria visitando el establecimiento o porque poseen dinero para repartir a manos llenas. Los cuartos están blindados con vidrio reflectante por lo que no se puede ver el interior. Las leyendas urbanas dicen que ahí se tienen sesiones de sexo. Pero, los propietarios de este y otros partes similares siempre lo han negado. Sin embargo, no dejaron de llamarme la atención los condones colocados en un aparador puesto en el baño. La caja me recuerda mucho a los dispensadores de chicles de colores. ¿Si aquí no se tiene sexo, para qué son?
Hace algunos días conocí a Selena, en el Luxor, otro club para adultos ubicado sobre el bulevar Constitución. Ella mide 1 metro con 76 centímetros. Tiene el cabello liso, un poco más abajo de los hombros y usa fleco. Dice que le da un look similar a la cantante de Texmex de quien tomó su nombre de guerra. Asegura que tiene 33 años, pero se ve de cincuenta, aunque está bien conservada. Está rellena, aunque no se ve gorda. Dice que antes estaba bien buena y me pide que la invite a un trago.
Ella, que ha trabajado en varios de los clubes más famosos de la capital, me contó que la política de estos tables les exige comprar en sus tiendas internas sus “trajes”, que rondan entre los $40 y $80. Además, me reveló que por cada copa que logran hacer que un cliente les compre, les dan una ficha. Las fichas valen $5, el trago $7. Una “salida” vale $400, agregó, este dinero va a parar a la caja de los dueños del lugar. “El cliente que paga la salida tiene que pagar todo lo que se consuma allá afuera. Hay clientes que en una noche han llegado a gastar hasta $12 mil dólares en una noche conmigo”, me presumía.
Selena es bailarina desde hace seis años, el mismo tiempo que tiene de haberse divorciado. Tiene tres hijas, una de 14, otra de 12 y una de 10, que mueren por convertirse en veterinaria, chef y pintora. Ninguna de ellas sabe a qué se dedica su madre. Viven en la misma casa con su abuela, la única que sabe que es bailarina y que trabaja en el Luxor, desde las 7 de la noche hasta las cinco de la madrugada.
También me contó que se metió a esto por necesidad, pero que no es una vida fácil. Aunque a veces ha llegado a ganar hasta $800 en una sola noche, dice que la envidia entre bailarinas es el pan diario de los tables y que hasta han intentado matarla sus propias compañeras. Tampoco ellas se escapan de las rentas de las maras, razón que la ha obligado irse de los otros clubes. Y qué decir de la reputación que se forma ante conocidos y amigos que se la han encontrado bailando.“Me vale verga lo que digan. Ellos nunca me han dicho: aquí tenés para la comida o para tus hijas”, dice.
Selena tiene dientes blancos y grandes y los muestra cada vez que se ríe y se enrolla el pelo entre los dedos. Su risa es escandalosa, pícara. Se escucha en todo el salón donde estamos junto con otras cinco jóvenes, tres meseros y un animador. Sus compañeras jóvenes nos miran de reojo desde hace rato. Selena se inclina hacia mí. Te voy a contar un secreto, me dice acercándose a mi oreja y con su aliento a vodka: “La inteligencia se queda, la belleza desaparece con el tiempo, por eso yo soy amiguera y no antipática con esas bichas que no se le acercan al cliente”, dice esta mujer que antes vendía carne de cerdo en el mercado de Santa Tecla. “En ese tiempo, yo era una mojigata, sumisa. Usaba vestidos hasta las pantorrillas, y de mangas largas. Estaba gorda. Ganaba $90 la quincena. Ahora tengo casa propia y estoy ahorrando para tener mi propia lechería. Quiero vender quesos. Ya tengo los contactos”, dice guiñándome un ojo.
Dale like si te gusta el sexo
Federico ha desaparecido hace rato. Mientras recorro con la mirada las mesas aledañas buscando a mi amigo, no puedo evitar notar la gran cantidad de jóvenes que hay en este lugar. Me sorprende que no estén ansiosos por no estar metidos en la internet, claro, sus mentes están entretenidas con los senos, las piernas y los abdómenes que bailan frente o sobre ellos.
Me pregunto cuántos de ellos se habrán conocido en los foros sobre sexo o en las redes sociales y hasta se habrán dado algunos consejos sobre cuál nightclub visitar y qué mujeres son las mejores en lo que hacen. Esta interacción se ve más evidente en un grupo llamado “chicasguanacas2”, del portal Yahoo. En este sitio, que requiere admisión por parte del administrador, los integrantes -todos hombres- hacen intercambio de datos sobre precios, nombres y últimas noticias sobre sus aventuras en el mundo de los tabledances, en las casas de citas o en las zonas de prostitución de San Salvador. El sitio, además, cuenta con un regular intercambio de material multimedia relacionado con la temática del grupo.
Como este sitio, existen además páginas como chicasguanakas.com, un lugar donde se puede chatear con otros salvadoreños interesados en el tema sexual y en compartir fotos o videos.
Facebook también se ha convertido en un portal de rastreo de la vida que se desarrolla en clubes nudistas como Lips o Kiss Fresh, que por cierto presenta sus servicios en un menú de platos y cuyo precio es el resultado de combinar sexo oral, coito vaginal o sexo anal, cantidad de mujeres para una sesión y duración de la misma. Estos nightclubs han encontrado en las redes sociales una forma más informal de atraer clientes hasta sus instalaciones y mantener informados a los interesados sobre las promociones, precios y personal a disposición para el cumplimiento de cualquier fantasía.
¡Sesenta dólares!
Localicé a Federico. Hacía rato estaba retozando con la rubia que nos bailó al principio de la noche. Al parecer, hubo un coqueteo mutuo, y él le pidió un privado. Ahora mismo están en una esquina oscura del Lips, lejos de las mesas, pero a la vista de todos los presentes.
“Me regala fuego, profesor”, me dice una cara larga y arrugada, de vos aguardentosa. Es el hombre que le restregó los pezones a la striper que se me sentó en las piernas hace rato. Le digo que no. Que no fumo. El hombre se tambalea sobre su asiento.
– ¿Tan bonitas las niñas, vea?
– Sí.
– Yo hacía un año que no venía.
– ¿Si?
– Es que me despidieron…, pero hace un mes empecé a venir.
– …
– Sí, viera, profesor, que hasta me había conseguido una novia de aquí, pero ya la echaron. Si antes yo estaba alivianado, ¡hip!, le daba parte del sueldo a la mujer, para los gastos de la casa, y el resto me lo guardaba para invitar a las bichas cervezas o comprarles algún regalito. ¡Pf!
– Se daba sus lujos, pues.
– Ya no están las mismas de antes… Hoy vine porque necesitaba relajarme. Mucho trabajo en la oficina.
– ¿Tiene fuego?
– No. Lo siento.
– Mi nombre es Manuel, soy contador.
– Mucho gusto, don Manuel.
– Hay un vergo de bichos ahora, ¿vea? ¡Já!, ayer mi compadre se encontró a mi hijo aquí… ¡burp!… Ahí andaba con sus amigos de la U…, ¡qué ahuevada! Yo lo voy a castigar si me lo encuentro. Es que no me gusta que aprenda vicios. Bueno, la verdad, no sabría qué decirle… porque, él sabe que su mamá y yo, pues tenemos intimidá, pero, pues uno es hombre y necesita comer fuera, pues, je, je, je…
Federico interrumpe el monólogo de don Manuel con un: “vámonos, estoy emputado”. Recogimos nuestros celulares y nos subimos al carro.
Federico no habla, solo fuma cigarro tras cigarro. Al día siguiente me contará que la mujer a la que le pagó sesenta dólares por un baile privado se le salió lo desdichada y luego lo despechada en plena danza, y le contó lo mal que le estaba yendo con su novio, con su familia y con el mundo, pero que de baile, nada. “¡Hasta se tomó la puta champaña! Siquiera me la hubieran regalado”, me dice indignado y acelerando el motor.
Las calles están mojadas y las luces de la ciudad se reflejan sobre ellas. En la radio ahora suena aquella canción que dice: “Fue en un cabaret, donde te encontré bailando…”