El metro más caliente de San Salvador

Estoy en el cine y alguien tiene sexo a mis espaldas. Un par de hombres se enfilan, uno tras de otro, hacia el baño. Tres minutos más tarde, uno de ellos aparece tras las cortinas que separan el baño de la sala y se seca las manos en ella. Estoy intentando corroborar las historias que cuentan algunos amigos sobre lo que ocurre en estos cines cuando pasan funciones “triple equis”. Pasan los minutos y me pongo paranoico: siento -y temo- que aumenta el peligro de que un hombre busque sexo conmigo. De repente, mi mirada encuentra a un viejo que se sienta a solo dos butacas de donde estoy yo. Lo veo. Me ve…

Publicada por primera vez en elfaro.net, en 25/08/2008

En el lobby del viejo cine Metro, en el centro de San Salvador, pegado en una de las paredes está el cartel que anuncia la función de este jueves. Es un “doblazo” de hora y media de duración, que se repite por cerca de ocho horas consecutivas: “Anales de la perdición” y “Pochotitas calientes”. El aviso está escrito a mano sobre cartulina verde con marcador negro.

La taquilla está al final de una treintena de gradas. Subo y, mientras lo hago, van apareciendo otros carteles de las películas de moda, entre las que destaca “Batman, el Caballero de la Noche”. Parece un cine cualquiera, con venta de golosinas y empleados uniformados que limpian las salas y atienden a los clientes.

Claro, esto es solo en apariencia. Afuera hace calor, a lo mejor unos 37 grados, las camisas se pegan al cuerpo por el sudor y, además, están los ruidos de los carros, buses y microbuses que se van apoderando de las calles a medida se acerca el mediodía. Y qué decir de los puestos callejeros y cada uno de sus vendedores que gritan ofreciendo sus productos. En estas circunstancias, entrar al cine es como entrar a un oasis.

Cuando termino de subir las gradas, aparece ante mí la figura de un hombre tras el mostrador de las golosinas. Tiene el pelo cano, la piel trigueña y muchas arrugas sobre el cuerpo. Le calculo unos 70 años. Al verme, se desplaza hacia la caja de cobros. De pronto, del costado derecho de la taquilla, aparece, bajando unas gradas, otro empleado del lugar. Este es al menos 20 años menor que el viejo del mostrador. Viene con una pala y una escoba en las manos. Comentan sobre el lugar donde pedirán que les preparen el almuerzo. El viejo sigue hablando con él, sin mirarme y sin preguntar nada sobre la película que he llegado a ver, solo extiende la mano para pedirme el dólar con 85 centavos que cuesta la función. Mientras pago, un hombre moreno, de unos 40 años, vestido con camiseta de tirantes y jeans gastados, se acerca a la taquilla y pregunta al cajero:

-¿Cómo está la película?

El cajero vuelve la mirada hacia una cortina a la izquierda, en dirección a donde espero mi cambio y el boleto de admisión. La cortina es como una cobija muy grande doblada por la mitad.

-Bonita. Esta película sí está buena -contesta el cajero tras unos segundos de pausa. Asumo que ahí, tras esa cobija, está ubicada la sala del “doblazo” que anuncian en el lobby.

En la década de los noventa, el “doblazo” era la modalidad más común en la cartelera de cines de los periódicos. Solían anunciarse junto a películas como Platoon, Rambo o El Día de los Verduleros I. Luego, con la llegada de las compañías internacionales, este programa desapareció para dar paso al sonido envolvente, a las butacas reclinables, a la sustitución de la picardía mexicana por la nueva ola de éxitos taquilleros de Hollywood, llenos de efectos especiales, y a una que otra producción independiente.

El viejo me da el tiquete donde se lee: “Viernes 19, 12:05 p.m., Adultos Clasificación ٰCٰ, Anales de la perdición”. Con boleto en mano, estoy listo parar entrar. Usualmente no soy quisquilloso, pero esa cobija me da asco. No quiero tocarla. Las historias de personas que vienen a tener sexo en estos cines -de los que hablamos la noche anterior con mis amigos- ayudan a que mi imaginación le ponga colores y texturas a las manos que tocan la tela para apartarla al entrar o salir de la sala. Mi mente vuela y no alcanza a enumerar las manos llenas de sexo que han tocado esta cortina tan curtida. Al final, hago una contorsión para entrar de soslayo por un hueco entre la cortina y el marco de la puerta.

Se hace la oscuridad. Por un momento me desoriento. Entre la confusión, logro distinguir la pantalla del cine que muestra a dos mujeres que se besan y se acarician mientras dos hombres desnudos las observan sentados en un sillón de cuero café. Mis pupilas aún no logran acostumbrarse a la falta de luz de la sala.

Me siento entusiasmado. Siempre he tenido ganas de ver cómo son estos cines por dentro. Tanta historia, tantas anécdotas encerradas en este edificio. En este cine Metro que desafía al tiempo con sus “doblazos”. No siempre el “doblazo” fue el que mandó en estas taquillas. En un principio, algunos de estos cines del centro proyectaban filmes para la familia durante el día y para mayores de 21 años en las noches. Con los años y con la aparición de nuevas y mejores salas de proyección en centros comerciales y con la proliferación del Betamax -primero- y luego del VHS y del DVD, estos cines se limitaron a ofrecer filmes con la clasificación triple X.

Busco sentarme en un lugar cerca de la entrada por si, acudiendo a mi pensamiento paranoico, hay necesidad de huir. Es que recién la semana pasada estuve hablando con unos amigos sobre los cines salvadoreños y cómo estos se han convertido en nido de delincuentes y en lugar de encuentro para homosexuales que buscan parejas furtivas o favores sexuales.

Con eso en mente, estoy alerta y un tanto incómodo junto a la butaca que he escogido. Pero no quiero desentonar y trato de relajarme, moviendo mi cuerpo de forma muy lenta. Ahora que mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad noto que la gente -todos hombres- se recuesta contra las sillas, dejando que sus cabezas reposen sobre la parte superior del respaldo de la butaca. El asiento está cubierto de cuero. No sé por qué me da la impresión de que también están hechos de cuero café, solo que más gastado que el que aparece en la pantalla. La madera donde reposan mis brazos tiene la textura típica de los muebles viejos que han perdido el pulimento por el paso del tiempo y por la erosión que provoca el contacto con la piel humana.

Desde que entré hasta que me siento pasaron tres minutos. Me demoré tanto porque estuve pensando en mi estrategia de reporteo: si buscar hablar con la gente, si quedarme callado y solo observar… No contaba con que los nervios tenían su propia opinión: a ver, ¿qué haré si una de estas personas me aborda en busca de sexo? ¿Le sigo el juego por propósitos reporteriles o me voy y termino mi visita al cine? No lo sé, creo que la mejor estrategia es no seguir ninguna estrategia. Me arrellano en la butaca de manera similar a la de mis pares y presto atención a la película.

La historia de la pantalla es la típica y trillada: Brenda le quita el sostén a Tiffany y Matt se masturba. Jason filma con una cámara portátil cómo las dos mujeres se comen a besos. Matt introduce uno de sus pies en la vagina de Brenda y Tiffany se acerca a Jason y lo invita a unirse a la fiesta haciéndole sexo oral. Tras 15 minutos de lo mismo, no es difícil encontrar otras formas en qué ocupar la mente. Entonces comienzo a elucubrar sobre los nombres que popularmente se da a algunas posiciones: Patita de Ángel, Avioneta Venenera, Tenguereche en Bicicleta y la famosa Hércules en Yinas Balco.

Me pregunto quiénes serán las personas que vienen a estos lugares. El credo popular apunta que son depravados sexuales, homosexuales, prostitutas, ladrones, viciosos… pero yo, hasta ahora, no he visto nada que se le parezca. Lo que sí me sorprende es la cantidad de gente que a esta hora del día, las 12:30, están reunidas en una sala de cine. Son -o somos- casi 40. Supongo que, como en mi caso, habrá algunos curiosos. El resto, no lo sé, pero por cómo se mueven de un lado a otro, deduzco que varios de estos hombres están muy familiarizados con el lugar.

Sin darme cuenta, perdí el interés por la proyección y me relajé un poco. Después de varios minutos, todo lo que pasa en el filme se vuelve monótono, aburrido. ¿Qué piensan las personas que están en esta misma sala? ¿Vienen por excitarse y buscar sexo o simplemente están pasando el rato mientras vuelven al trabajo? Y pensar que hasta hace una hora yo estaba en el centro de San Salvador comprando libros usados. Fui a esos lugares que quedan a dos cuadras de la Catedral. Cuando regresaba al estacionamiento donde había dejado mi carro, a un lado de la calle y adornado por varios puestos de películas piratas, descubrí el rótulo del cine Metro. El Metro es uno de los tantos cines de infancia donde alguna vez vine con mi padre a ver una función infantil. En aquel entonces, en 1994, los cines Fausto, Modelo, Barrios, Maya, Avenida, París, Darío, Izalco, Tecana, México, Metro y Universal vivían sus mejores años de exhibición. De estos sobreviven los últimos dos, el resto fueron cerrados o han sido rentados a iglesias evangélicas y ya no exhiben más películas. La curiosidad me ganó y entré a corroborar la leyenda del sexo entre butacas. El almuerzo puede esperar, pensé.

En esa cavilación estoy cuando mis sentidos me vuelven a la sala. Me sobresalto cuando siento que la fila de sillas vibra. Es una vibración leve, tanto que pienso que me lo estoy imaginando. Pero no, las sillas se siguen moviendo, con un temblor que proviene del extremo contrario a donde me he sentado. Vuelvo la vista con disimulo, pero no alcanzo a distinguir más que siluetas. Creo que alguien se está masturbando gracias al cobijo de las penumbras.

Intento volver a concentrarme en la película, pero las historias de fastidio sexual en este tipo de cines me gana. En lugar de eso, como previniendo cualquier acoso, hago un rápido reconocimiento por el lugar. Entonces caigo en la cuenta de que ahí en la sala en realidad hay una muy activa y exagerada circulación de personas y rápido hago un inventario mental de sus movimientos. Noto que algunos se levantan de sus asientos de forma constante, pero aparentemente casual. Otros encienden cigarrillos en medio de la oscuridad y se paran en una esquina. Otros, simplemente, se cansan de sus asientos y se mueven de lugar. Unos más aprovechaban para ir al baño. La rotación humana sigue por los siguientes 20 minutos.

A la sala siguen entrando más personas. Llegan dos hombres vestidos como jornaleros, uno detrás del otro. Minutos más tarde, sale un hombre con aspecto de vendedor de seguros que debe atender una llamada a su teléfono móvil. Después entra una pareja -finalmente una mujer- y se colocan contra la pared, desorientados por la falta de luz. Él -se me ocurre pensar- viste como pandillero: con gorra, camiseta deportiva desmangada, como de jugador de básquetbol, pantaloncillos cortos y zapatos deportivos. Ella viste un top que solo le cubre los senos, una falda corta que apenas cubre sus nalgas y calza zapatos de tacón. “Es una prostituta”, pienso. Tras unos segundos de espera, él le dice algo al oído y se sientan en las butacas que están a mis espaldas.

La primera función acaba de terminar, pero la pantalla no mostró los típicos créditos de la producción. Hace calor. Con la agravante de que, al parecer, tampoco hay extractor de aire que ayude a disipar los tufos, como en las grandes salas. Aprovecho para revisar mi celular y mandar algunos mensajes. Es la 1 de la tarde en punto. Mi estómago empieza a pedir comida. Hay humo en el ambiente y apesta a sudor. Además, el ruido de la calle y de la otra sala que tiene el cine llega hasta acá. Entre tanto, una nueva historia erótica -o pornográfica, mejor dicho- asoma en la pantalla. La filmación proviene de un proyector, que reproduce una película en formato DVD y no en 35 milímetros, como se habitúa en el cine. Dos mujeres dicen sus nombres, mientras muestran sus traseros. Hablan en inglés y confiesan -oh, sorpresa- que les gusta el sexo. Parecen ángeles, las dos rubias y blancas, una de ojos azules y con pecas en la cara y la otra de ojos verdes y dientes muy blancos.

En este momento reparo en que varias personas han empezado a rondar la sala. Todas calladas y fumando. Parecen desesperadas y van como luciérnagas en la oscuridad. Otros hombres se están levantando de sus asientos para ir al baño. Primero, baja uno, luego otro. Pasados tres minutos, el primero, un joven moreno de unos 25 años y con camisa a cuadros, aparece tras la cortina que separa a la sala de los baños. Trae las manos mojadas. Lo sé porque aprovecha esa otra cobija para secárselas. Apenas unos segundos después aparece el otro hombre, un señor corpulento y con andar cansino, que trae la camisa a medio poner y con el pantalón como mal abotonado. Mi mente suspicaz dice que acaban de tener sexo, porque hasta hace poco parecían no conocerse y ahora se han sentado en la misma fila de asientos, aunque con algunas sillas de por medio. “Para disimular”, pienso, satisfecho de mi capacidad deductiva.

Puedo darme cuenta de todo lo que pasa porque la entrada que lleva a los baños queda al final de las butacas, cerca de la pantalla. Desde donde estoy sentado constato que en los sanitarios hay unos barriles de metal, de donde se toma agua para echar en los inodoros y que un foco alumbra débilmente la zona. Todo este ir y venir solo hace que a mi cabeza vuelvan las historias de Roberto, un amigo aficionado a estos cines que me contó cómo algunos hombres vienen a cazar favores sexuales a estos sitios.

Intento concentrarme en la película cuando reparo en unos ruidos solapados y gemidos contenidos. Y no provienen de la película. Alguien está teniendo sexo en plena sala, a mis espaldas. Me muero por volver la mirada y confirmar que se trata de la pareja que entró hace rato. Pero supongo que tanto descaro no puede ser cierto. ¿O sí? Quizá a eso se deba el alboroto y a que tanta gente esté de pie.

Por fin me decido a mirar, pero mis ojos chocan con la figura de un hombre de unos 70 años que se sienta a dos asientos del mío, en la misma fila. Me ve. Luego vuelve a clavar sus ojos en la pantalla, donde dos jovencitas de florecientes 21 años tienen sexo como si las hubiera poseído el demonio: gimen, gritan, maldicen y hasta escupen mientras un hombre les hace el amor. Adelante, las butacas rechinan, respondiendo a ciertos movimientos acompasados. Al fondo, a la izquierda, alguien tose. El calor se ha convertido ya en un vaporón.

A simple vista, no está pasando nada fuera de lo normal. Pero el ambiente se ha puesto turbio. Me empiezo a sentir incómodo. El ir y venir de hombres en la sala ha cesado por el momento, pero se siguen oyendo los gemidos de la pareja. También se oye el rechinar de otros asientos a mi derecha. Ya me dio angustia, no soporto más y decido que debo retirarme.

Me levanto y camino despacio en dirección hacia donde está el viejo que se ha sentado en mi fila. Con voz suave le pido permiso para salir. Él se limita a encoger las piernas. Sus ojos están firmes en la pantalla, donde las “actrices” y el “actor” están enmarañados en un “ménage à trois”. Paso casi encima de él, no sin dejar de temer que, en el calor de la situación, me toque las nalgas antes de darme paso.

Salgo de prisa y paranoide. Afuera, una pareja habla con el cajero sobre un culto que tendrán en su congregación esta noche. Todavía acostumbrándome a la luz de la calle, bajo las 30 gradas y veo mi reloj. Es la 1:15 de la tarde. Me detengo unos segundos para voltear la cabeza y ver por última vez el cine del que acabo de salir. De pronto, un tipo de poco pelo, dientes cariados y con camisa amarilla me sale al paso. En una de sus manos sujeta una bolsa en cuyo interior hay un metal. Pienso lo peor. Me mira. Lo miro. No sé cómo reaccionar y me quedo parado esperando a ver qué pasa. Entonces me sorprende con lo que me dice:

-Estuvo fea la película, ¿verdad?

-Sí – le respondo.

Me toca el hombro y se va por su lado. Yo lo veo alejarse y, aunque aliviado, apresuro el paso… solo por si las dudas.