¿Puede una persona educada para ser un profesional de la violencia incorporarse a la vida civil después de la guerra? ¿Qué demonios debe exorcizar para recuperar la sensatez de sus actos, sobre todo en una sociedad que se niega a abrazar la serenidad de la paz? La historia de
El Ángel es una estampa que se repite en cientos de desmovilizados que luchan por recuperar sus vidas, esas que alimentaron esta joven patria que está a punto de cumplir dos cientos años de existencia convulsiva.
Por Arnulfo Letona
El Ángel piensa que sigue en guerra. A veces, cuando duerme en los graneros de su casa y oye algún ruido extraño, se imagina que las bombas caen a su lado y salta al suelo, sudando, exaltado, con el pecho comprimido… listo para matar.
Otras veces, simplemente, mata. “La vez pasada me quebré a un par de pendejos que se subieron al bus dizque a robar. Uno se subió por el frente y el otro por detrás. El primero empezó a hablar y sacó la pistola. El segundo empezó a bolsear a la gente. Entonces, saqué mi
pistola y le di un balazo en el pecho a los dos. Llegamos a Apopa y me bajé ahí para tomar otro bus. Usted no ha visto nada, camarada, le dije al busero. No se aflija, compañero, me dijo él.”
¿Por qué lo hizo, Ángel? “Es que me emputa. Cuando yo estaba la guerra ellos quizá eran criaturitas o no habían nacido. Yo me sacrifiqué para que se mantuvieran, para que vivieran y ahora andan asaltando… Tuve que echármelos.”
Ángel me ve con sus ojos de monaguillo, como si lo que me acaba de decir equivale a contarme que fue a comprar tortillas en la mañana. ¿Me dirá la verdad?
La primera vez que hablé con él me dijo que había sido el artífice del diseño del Papamóvil. De acuerdo con Ángel, el carro blindado es una obra hecha por la Maestranza de la Fuerza Armada,en 1983. Dice que la remodelación del carro duró dos meses y que se hizo sobre la base de la carrocería de un J-8, un Jeep de uso exclusivo militar. Además, me dijo que el vidrio -empernado a la carrocería- tenía cinco centímetros de grosor y un metro con cincuenta de altura, en el compartimento donde viaja el Papa y que el diseño se le había ocurrido en una noche.
Pero, según la prensa nacional, dicho carro antiterrorista fue construido dos semanas antes de la primera llegada del Papa Juan Pablo II a El Salvador, aunque el Museo de la Fuerza Armada asegura que fueron 8 días. El carro costó una fortuna para la época: 25 mil dólares, según el ingeniero y excoronel Oswaldo Marenco. De acuerdo con este exmilitar, el Papamóvil nació a partir de la modificación de un camión Ford 700, con un motor Caterpillar y el compartimento donde viajó Juan Pablo II, medía 4.40 metros de altura.
Hubo personal de la Fuerza Armada que participó en la preparación de dicho vehículo durante la segunda venida de Juan Pablo II. Quizá El Ángel está confundido.
La confusión de datos, bien podría deberse a la falta de prolijidad de los historiadores o a lo borroso de los recuerdos de sus protagonistas. Empero, la duda más grande que me entró al oír la historia de El Ángel fue cuando me dijo que tenía 34 años y que lo habían reclutado cuando él tenía 14 años, allá por 1985. Eso significa que el Papamóvil fue construido cuando él apenas tenía 12 años y no estaba en el ejército.
Además, una simple suma me dice que él, a estas alturas, tiene 41 años.
La segunda ocasión que conversé con El Ángel no pude dejar de notar que, casi de forma compulsiva, cada vez que oye un ruido o ve a alguien que a su parecer se comporta de manera sospechosa, lleva su mano derecha al cinto, sobre la pistola que usa como guardia de seguridad, achina los ojos, contiene la respiración y parece estar a punto de saltar.
“Fue un 28 de abril”, me repite con convicción sus fechas, sacándome de mis pensamientos. “Estaba jugando fútbol y nos rodearon. Yo no me opuse. Siempre me gustaron las armas y los animales. Cuando los veía pasar y darle verga a alguien, yo no les tenía miedo. Me gustaban sus uniformes. Supongo que ya lo traía en la sangre… Me mandaron para Chalatenango, en un carro lleno de melones. Un soldado de esos me dijo: ¡Sos hombre muerto! ¡De Chalatenango no vuelve nadie!”
Pero él sí volvió, pese a que la muerte lo estuvo buscando para coserlo a balazos. A los veintidós días de haber ingresado al Destacamento Militar número uno de Chalatenango, mató por primera vez. Tenía 14 años. Ocurrió durante una emboscada, cuando él descubrió a hombre escondido bajo un camuflaje de maleza mientras, a rastras, avanzaba en dirección hacia su grupo. Sin pensarlo El Ángel disparó a la cabeza del guerrillero y lo neutralizó. Ese día su grupo obtuvo armamento y municiones. Ese día, se le quitó el miedo a la muerte y empezó a ver la cara de su hermano en cada cuerpo que mataba… y mató decenas, dice, en combate o en disputas.
En esos primeros días de guerra, le pusieron su apodo, una especie de broma macabra. Le llamaron: El Ángel. Un Ángel que cuando mira con esos ojos de monaguillo, da miedo. Miedo, porque cuando busca entre sus memorias, tuerce los ojos, hace ruidos con la garganta, mueve la cabeza como serpiente, se queda callado viendo al vacío y luego te mira fijo a los ojos, como retándote a que le hagás una pregunta o que le objetés cualquier cosa.
El Ángel ha matado de todas las formas posibles: con AK 47, con granada, en combate, a mano alzada, con cuchillo incrustado en el pecho del enemigo, con dos balazos en los ojos de un insubordinado…
“No le temo a la muerte. Tengo 14 balas en el cuerpo y sé cómo duelen, cómo se sienten”. Me lo dice levantándose la camisa y dejando ver un orificio del tamaño de una moneda de a 25 centavos -que los años han sellado- a la altura de su estómago; después, me muestra la espalda donde se ve un par de cicatrices de dos balas que descansan cerca de su columna. Luego me muestra la mano -donde una esquirla casi le amputa el dedo meñique- y la pierna, con tres orificios recién curados. Todo del lado izquierdo de su cuerpo.
“La muerte me buscó y me buscó, pero no me llevó porque Dios en grande”, asegura, como tratando de convencerse de la fuerza de sus propias palabras.
El Ángel me cuenta dos de esos episodios de su vida. En 1989, en una emboscada en Chalatenango, cayeron las primeras seis balas, las del estómago, que le perforaron los instestinos y le fracturaron el pene. En esa ocasión, pasó inconsciente durante tres días. Sus compañeros lo dieron por muerto, pero él despertó en medio de cadáveres y zopilotes y gracias al ruido de una radio portátil de un soldado muerto logró comunicarse a la base. Un helicóptero lo sacó de esa zona montañosa de Chalatenango donde se habían enfrentado con la guerrilla. Luego en 1990, su cuadrilla se vio frente afrente con un escuadrón guerrillero y ahí descargó sobre el líder del grupo contrario toda una ráfaga de su fusil. A él, solo se le incrustaron cuatro balas en la pierna y siguió combatiendo.
“Si no me he muerto es porque Dios es grande… y no soy católico ni creyente, pero sí soy temeroso de las cosas de Dios y trato de hacer lo que él manda.”
El Ángel se coloca las ropas en su lugar. A simple vista, el uniforme gris con rayas negras de la empresa de seguridad para la que trabaja, no delata al combatiente. El Ángel se ayuda además con un sombrero y unos lentes oscuros, que le cubren buena parte del rostro… “por si le quiebro el culo a un cabrón en la noche, me puedo escamotear”, me dice, mientras se quita el sombrero de tela y lo coloca alrededor de su pistola y hace como que dispara. “Así se sofoca el ruido y no se escucha ni a diez metros de distancia”, me muestra con una sonrisa entre labios mientras va a hacer una de sus acostumbradas rondas al parqueo del negocio de comida china para el que trabaja. Dice que anda dando seguridad. Lo dice con la convicción con la que comparte sus diálogos imaginarios con un batallón al que ya no pertenece, pero con el que parece dialogar cada dos o tres frases sueltas:
– ¿Y qué pasó con esto?
– No, es que no se pudo hacer nada por esto y esto…
– Ok. Ok. Nítido. Mirá, lo vamos a ver mañana porque ahorita yo voy para la casa…
…
El Ángel inició su carrera militar en 1985, cuando pasó a formar parte de la tercera brigada de infantería y la terminó en 2008, en la cuarta brigada de infantería, ambas de Chalatenango. Inició siendo un soldado raso y terminó siendo Capitán Ingeniero Industrial, su documentación así lo confirma. En la primera foto, la de simple soldado, se ve desnutrido, tiene cara alargada, enjuta, con las carnes pegadas al hueso, parece uno de tantos campesinos sufridos del interior del país que eran reclutados a la fuerza durante la guerra civil. En la segunda, la foto con rango de Capitán, su uniforme tiene franjas y no manchas verduscas, su rostro se ha vuelto gordo, refinado y ahora está cubierto por unos lentes oscuros, tipo Ray Ban.
Antes de convertirse en militar, El Ángel se llamaba “Abel Arévalo”. Era hijo único. Su padre los abandonó a él y a su madre, cuando él tenía menos de un mes de nacido. Junto a su madre y su tío materno, que lo adoptó como hijo, se dedicaron a la cría de ganado y de puercos. Le tocó trabajar casi desde que empezó a hablar. Lo típico: arando, ordeñando, operando, inseminando, vendiendo, desyerbando…
Nunca terminó la secundaria. Prefirió dedicarse de lleno a la ganadería. A los diez años, tras vender una camada de marranos, decidió comprarse su primer caballo y dejar de estudiar. Tenía claro qué quería de la vida: ser ganadero. Pero también le llamaban la atención las armas, esas que usaban los soldados y los policías municipales para escarmentar a los guerrilleros y a los comunistas rebeldes. Es más, El Ángel dice que le encantaba ir allá donde los golpeaban, donde les daban lecciones, porque le gustaba. Por eso no intentó huir el día que lo reclutaron en aquella cancha ahuachapaneca. Porque quería estar ahí.
El Ángel pronto se hizo famoso por dos cosas: robarle la vida a la muerte y tener los huevos bien puestos. Siempre que hubo un combate o una misión, El Ángel volvía con municiones o enemigos muertos qué reportar. Y siempre que lo hirieron, siguió peleando como si no lo estuviera. Eso lo fue convirtiendo en una leyenda en Chalatenango, entre propios y enemigos, y ello le valió la mayoría de sus ascensos. “Yo me crié entre los animales, domándolos. Entonces, para mí pelear con una persona es más chiche”.
El Ángel dice que su fama lo llevó a ocupar uno de los 360 puestos de los soldados que conformaron el primer Batallón Cuscatlán que fue a combatir a Iraq. Dice que estuvo seis meses ahí, peleando. Pero su nombre -el verdadero, el que me pidió omitir a cambio de contarme la historia de su vida- no aparece ni entre el de los coroneles, capitanes, tenientes, subtenientes o soldados registrados en ese primer grupo de la Non Plus Ultra.
Al inicio de nuestra tercera conversación, El Ángel recibe una llamada. Es una mujer. Le habla por el celular como si le estuviera hablando directamente sobre la oreja. Él, meloso, cariñoso y firme, le suelta un par de adjetivos: hermosa y linda. Hablan de cualquier cosa. El tono de voz coqueta le cambia casi al final de la conversación para darle un par de indicaciones. Cuelga. Me mira. Se ríe.
Me dice que le gustan las mujeres “jóvenes, las más bichas. De esas que solo encuentra en las casas de citas, sin importar cuánto cuesten, mientras sean locas y malditas para hacer el amor”.
El Ángel solo le es fiel a una mujer: su madre. Dice que en el resto no confía, que se casó con una y que esta le fue infiel con otro hombre; que se acompañó con otra y que a esta la encontró con una amiga. Y luego da por terminado el tema y me dice que fue estudiante de la Escuela de Las Américas.
Hay quien asegura que ahí se han formado los más despiadados torturadores de nuestro país, le comento. Y agrego: algunos incluso relacionan los nombres del Batallón Atlacatl y de los Escuadrones de la Muerte a este lugar… “Allí no se arruina nadie”, me contesta con cara de pocos amigos, “solo el que quiere. Ahí lo que había eran clases para profesionalizarse en armas, cultura, ética, trato al civil. No sé por qué la gente dice que los instructores le lavaban a uno la cabeza clandestinamente. A mí en ninguna clase me enseñaron nada diferente a lo que yo ya tenía en mente. Yo me quería especializar en Defensas, porque en ese momento asi se necesitaba en la guerra. No iba por aprender anomalías…”
“Lo que sí le puedo decir, es que, a muchos comer perros callejeros y serpientes, para no morirse de hambre en pleno combate, eso nos envenenó el alma”, se justifica El Ángel. “Y aún así, mi sicología es nacional, yo no soy público. Y la ley me ampara porque soy un veterano
y soy seguridad nacional”, dice.
“La vez pasada iba por la San Benito. ¡Date por muerto!, me dijeron dos bichitos. Querían una cipotilla, y como no se los permití… ¡Date por muerto, hijuelagranputa! ¿Yo? Sí, vos. ¿Estás seguro?, les pregunté. ¡Pum! ¡Pum! Vaya, viste, por pendejos. Ahora son ustedes…”
El Ángel está de incógnito, asegura, porque muchos lo buscan por lo que ha hecho, por lo que ha contado y por lo que no ha revelado. Pero, insiste en que no tiene miedo, que estuvo en terapia hasta desde 2008 para olvidarse de la guerra, para incorporarse a la vida civil… pero que le ha costado, que no es fácil.