Dar vida a un mundo imaginario implica poner cuerpo, espíritu y alma en la escritura. En tal caso, al escribir, nos volvemos una especie de filtro humano que cuela la realidad que experimentamos mediante nuestros sentidos más comunes.
Puesto en otras palabras, nos volvemos egoístas. Obligamos a nuestros lectores a ver el mundo según nuestros prejuicios, realizaciones o asunciones. En cuanto a nuestros personajes, estos son víctimas de las circunstancias que les presentamos gracias a nuestra voluntad de divinidad.
Sin embargo, a veces me gusta pensar que sus historias ya están escritas y que nosotros somos una especie de pitonisas que atestiguamos una fracción de sus vidas. Ese extracto, es el punto de quiebre que los sacó de su zona de confort y que ahora luchan por restaurar, para volver a la calma en la que vivían. Esto, desde luego no es posible. Una vez que emprendemos el viaje… de escribir, de atestiguar sus vidas en este preciso momento, de resideñar sus pensamientos, todos terminamos siendo diferentes.
Todo el mundo tiene historias que contar. Basta saber qué botones apretar para activar el motor milenario que nos heredaron nuestros ancestros, aquellos que se reunían alrededor del fuego para transmitir el conocimiento adquirido, y desatar el ansia de saber o las ganas de relatar que llevamos dentro.
Escribir es un acto que construye al sujeto y afecta sus concepciones del mundo. Las palabras crecen en su cabeza y se alimentan de la imaginación. Son trituradas, digeridas, rumiadas, meditadas y vueltas a depositar. Las imágenes creadas a partir de estas letras nos acompañarán por el resto de nuestra vida, aunque, con el tiempo, ya no signifiquen lo mismo.
Sigmund Freud, en su interpretación de los sueños, lo resume así: “En modo alguno considero que esta redacción sea definitiva. Quiero dar forma primero a mi propio aporte, estudiaré luego en forma exhaustiva la bibliografía y después intercalaré o reelaboraré aquello a lo cual haya dado ocasión esa lectura. No puedo leer antes de haber terminado yo, y sólo en el acto de escribir puedo componer en el detalle”.
La lectura a la que se refiere Freud, es la del mundo. Es la que se adquiere escuchando la música de las palabras, olfateando las historias personales, entrando en contacto con la gente, viendo el comportamiento de los extraños con los que cruzo camino a diario o saboreando las experiencias ajenas. Las historias están ahí porque las personas se niegan a morir olvidadas.
Hay que salir a cazar historias para volver a la cueva cargado de presas. Hay que capturar los mejores ejemplares y descartar aquellas que no han madurado o las que se han pasado de tueste.